Domingo, 25 de junio

Hay cuatro gotas de sangre caliente en mis venas, pero bastan para meterme donde siempre me digo que no quiero estar. No consigo remediarlo. Discusiones estériles y sin vuelo, guerras ajenas y burdas donde nunca se gana nada y se enturbia algún afecto. Tendría que aplicar la lógica hidrodinámica de la natación que mencionó el otro día Loriga: nunca mirar a los rivales de los lados; la carrera, en realidad, es contra uno mismo. A su vez, me encanta discutir, toda la noche si es necesario, con buenos encajadores. Yo creo que lo soy. Una vez leí, no recuerdo dónde, que “si una discusión no da luz, al menos da calor”.

El casco varado del buque Antártico en la playa de Somo me recuerda al esqueleto de ballena que aparece en una escena de Leviatán, la maravilla de Andréi Zviáguintsev. El Antártico encalló en el 59 y la película es del 2014, pero siempre me pareció el esqueleto de una ballena. El cine es capaz, no pocas veces, de encarnar lo que antes solo se ha imaginado o intuido. Lo opuesto a una prefiguración, pero no menos extraño. Leo que el Antártico, construido en 1914, fue reparado en Sestao en 1948 y se convirtió, junto al Ártico, en los dos únicos buques con capacidad frigorífica de pabellón nacional. En la maniobra de entrada a la bahía, el motor sufrió una avería y el barco quedó a la deriva hasta la playa. Fue desguazado en el lugar, despedazado como una ballena.

 

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